Encerrada





Encerrada en mi  soledad
Me encuentro en mi habitación
De la cual no quiero escapar

Como quieres que salga huyendo,
Como quieres que ame si el amor es sufrimiento
Y una traición más, es continuar muriendo
Déjame en esta penumbra, déjame encerrada en mi oscuridad
En esta habitación sin penas pero llena de paz
Déjame que no pienso morir, pero la verdad es que a veces no vale vivir.

Capítulo 11


Isabella tardó quince minutos en encontrar un coche, y otros veinte en llegar a la mansión de Edward. Nunca había estado en su casa, pero sabía que vivía en la calle más de moda de la ciudad. El conductor parecía saber exactamente dónde estaba situada, y la condujo rápidamente a Park Phoenix. Isabella bajó del coche, pasó corriendo junto a las columnas de mármol, subió rápidamente la escalera y golpeó con fuerza el picaporte de latón.
—¡Por favor, Señor, que esté en casa! ¡Por favor, Señor, que esté en casa! —repetía una y otra vez.
Un lacayo abrió la puerta. Si se quedó sorprendido al encontrar allí a una mujer de expresión frenética, no dio muestras de ello.
—¿En qué puedo servirla, madame?
—Lord Cullen... debo verle —balbuceó Isabella —. ¿Está en casa?
—¿Quién es, Amun? —exclamó Edward desde lo alto de la escalera—. A quienquiera que sea, dígale que deje una tarjeta. Estoy a punto de salir.
Isabella casi se desplomó de alivio al oír el sonido de la voz de Edward. Empujó al sirviente a un lado, corrió hacia el pie de la escalera y dijo:
—Soy Isabella, milord. Debo hablar con usted. Es de vital importancia.
—¿ Isabella?
Ella miró con avidez a Edward mientras éste bajaba la escalera. Estaba impresionante, con un ajustado chaleco negro, camisa de hilo embellecida con blanco encaje, y tensos calzones color ante que moldeaban sus muslos y pantorrillas. Lo observó desde los anchos hombros hasta su estrecha cintura y caderas, y luego recorrió sus firmes piernas hasta las botas impecablemente lustradas. Estaba tan guapo que Isabella casi olvidó el motivo de su visita.
Edward pareció sorprendido al verla, lo cual no podía censurársele. Si alguien la hubiera visto entrar en la casa, las murmuraciones sobre ella y el marqués se intensificarían. Pero no importaba. Nada importaba más que salvar la vida de su hermano.
Edward llegó al vestíbulo y le pasó un brazo por los hombros.
—Estás temblando, Bella. —Se volvió hacia el lacayo—. Amun, busque a Laurent. Dígale que sirva té en mi estudio.
Con el brazo aún en torno a ella la guió por el vestíbulo hacia su estudio, una sala magnífica decorada en cuero y pesada madera negra, y que se ajustaba perfectamente a la personalidad de Edward. La llevó hasta una silla y la hizo sentarse.
—¿Qué sucede, Bella? ¿Te ha vuelto a molestar Volturi? ¡Por Dios! Voy a arrancarle la piel si te ha tocado.
—No se trata de mí sino de Benjamin —consiguió balbucir Isabella.
—¿Bejamin? ¿Tu hermano? ¿No estaba lejos, en la universidad?
—Se enteró de lo que se dice sobre nosotros y ha venido a casa.
—Confío en que le tranquilizaras. ¿Es por eso por lo que estás tan afectada? Sabes que no deberías estar aquí. Si te vieran, los chismosos disfrutarían de lo lindo.
Laurent apareció con el carrito del té, y Isabella se calló mientras lo servía y luego se retiraba en silencio. Edward cogió la taza de Isabella, fue con ella a la alacena y añadió un generoso chorro de brandy.
—Bébelo —le ordenó—. Pareces necesitarlo.
Isabella tomó un sorbo, sintió el ardiente líquido deslizarse por su garganta y llenar su estómago de un agradable calor. Luego tomó otro sorbo y, seguidamente, dejó la taza y se aclaró la garganta.
—Bien, veamos —comenzó Edward—. Cuéntame qué es lo que te ha trastornado tanto.
—Benjamin sabe la verdad sobre Volturi y lo que intentó hacerme, y le ha desafiado en duelo —soltó de corrido.
¿Y Volturi ha aceptado? —preguntó Edward con una nota de incredulidad en la voz.
—El duelo tendrá lugar mañana al amanecer en un lugar apartado de Hyde Park. Si Volturi mata a Benjamin, y yo estoy segura de que lo hará, será un asesinato. Mi hermano sólo tiene dieciocho años y no tiene experiencia con armas de fuego.
Miró los ojos verdes esmeraldas de Edward implorándole con la mirada.
—No sé a quién recurrir, milord.
—Me llamo Edward, Bella. Has recurrido a la persona adecuada. —Se arrodilló a sus pies—. ¿Confías en mí?
Isabella asintió.
—Entonces confía en que ayudaré a tu hermano. ¿Quién es su segundo?
—Lord McCarty.
—¡McCarty! Por lo menos está en buenas manos. Tu joven hermano está descubriendo, acaso por vez primera, que vale la pena luchar por el honor. Ahora es el cabeza de familia y se siente obligado a defender vuestro honor.
Isabella se puso en pie bruscamente.
—Parece como si estuvieras de acuerdo con él. He recurrido a ti en busca de ayuda, no para oírte exponer tus ideas sobre el sentido de responsabilidad de un hombre.
Edward se levantó y la atrajo suavemente hacia sí.
—Sólo te estoy explicando las razones de Benjamin, Bella. Sin embargo, es demasiado joven para enfrentarse en un duelo, y Volturi no debería haber aceptado medirse con él.
Isabella contempló al hombre al que había llegado a amar.
—¿Podrás ayudarnos?
El calor de su cuerpo la envolvía. Sus labios se cernían sobre los de ella, tan próximos que podía ver las finas líneas de éstos.
—Siempre puede hacerse algo.
Su tono era decidido, su convicción clara. Isabella sintió como si le hubieran quitado una carga pesada de los hombros.
—Yo ya he ido a ver a Volturi. Me ha ofrecido un trato que no he aceptado.
Edward enarcó las cejas sorprendido, para luego bajarlas airado.
—¿Que has ido a ver a Volturi? ¿Qué te ha hecho? ¿Te ha tocado? ¿Te ha hecho daño?
Isabella negó con la cabeza.
—No, nada de eso. Ha dicho que anularía el duelo si accedía a casarme con él.
Isabella pudo sentir cómo el cuerpo de Edward se ponía tenso.
—¡El muy bastardo! ¿Cuánto hace que lo has visitado?
—Una, dos horas... ¿Qué importa eso?
—Deja que me encargue de esto, Isabella. Aguárdame aquí.
—No, quiero ir contigo.
— Isabella —dijo Edward severamente—. Éste es el único modo en que accedo a ayudarte. Prométeme que te quedarás aquí tranquila hasta que vuelva. No tardaré. Laurent te facilitará todo cuanto necesites en mi ausencia.
—Milord... Edward, debe de haber algo que yo pueda hacer.
Él le cogió la barbilla, le levantó la cara y la besó. Edward sabía maravillosamente, cálido, húmedo, seductor. Su aroma, su proximidad y sabor, el contacto de su lengua, la embriagaron mientras él devoraba su boca con un anhelo casi desesperado. Fue un beso de fiera intensidad, de pura e indómita pasión. Pero tan repentinamente como había comenzado, el beso concluyó. Edward la apartó de él, jadeante y con los brazos estirados.
—No tardaré, Bella.
Entonces la soltó y se fue. Aturdida, Isabella lo vio partir amándole tanto que le resultaba doloroso.


Un propósito inexorable oscurecía los ojos de Edward mientras hablaba con Laurent al marcharse.
—La joven dama parece muy turbada, milord —aventuró el sirviente.
—Deseo que mantenga aquí a lady Isabella hasta que yo regrese —le aleccionó Edward—. Llévela a la biblioteca y cuide de que esté cómoda. Que el cocinero le prepare algo de comer. Haga lo que sea preciso para que no se vaya de la casa.
—¿Hay problemas, milord?
—Todo lo relacionado con Isabella significa problemas —repuso él—. Ordene que traigan mi carruaje a la puerta.
Al cabo de unos minutos, Edward se dirigía a casa de Volturi, en Oxford Street, en el West End, un respetable vecindario pero algo menos de moda que Mayfair. Confiaba en encontrar al vizconde en casa, pero estaba dispuesto a buscarlo en sus clubes si era necesario. Edward detuvo su vehículo en la esquina, ante la casa de Volturi, y echó el freno, sorprendiéndose al ver el carruaje de McCarty aparcado cerca.
Saltó al suelo, fue hacia la entrada principal y llamó con energía. La puerta se abrió y él se metió dentro.
—Por favor, informe al vizconde que lord Cullen desea verle —le dijo al lacayo.
—Lord Volturi tiene una visita, milord. Aguarde aquí, por favor, mientras le informo de su presencia.
Edward no estaba dispuesto a esperar. Deseaba ver a Volturi y quería verlo ya. Se adentró más profundamente en el vestíbulo y gritó:
—¡Volturi, asómese!
Aguardó un momento y luego repitió su orden, esta vez más alto.
El vizconde apareció ante una puerta con expresión disgustada.
—¿Me está buscando, Cullen?
—¡Sí, maldita sea!
—¡Cullen! —McCarty apareció tras Volturi—. Me preguntaba qué hacías aquí cuando te he oído.
—¿Por qué no me has contado lo que pasaba?
—Iba a hacerlo si no lograba imbuir cierto sentido común en Volturi y en ese joven irreflexivo al que Isabella llama hermano.
—¿Has obtenido algún progreso?
—Por desgracia, no —repuso McCarty apenado.
—Entonces ha llegado el momento de que yo entre en escena —declaró Edward.
—¿Puedo preguntarle cómo se ha enterado del duelo? —inquirió el vizconde.
—No, no puede —replicó Cullen—. Pero me propongo detenerlo.
Palmerson se echó a reír.
—¿Y cómo se propone hacerlo? Si el joven Forks se niega a retractarse, ¿por qué iba a hacerlo yo?
—Porque lo digo yo —espetó Edward con un duro gruñido.
—Lo siento, amigo. Usted no puede hacer nada.
Con lenta deliberación, Edward se quitó el guante derecho y abofeteó con él la mejilla de Volturi.
Este inspiró asustado.
—¿Me está desafiando? ¿Con qué motivo?
—Por principios generales. McCarty es mi testigo. Si usted se niega, la noticia circulará por toda la ciudad en menos tiempo del que cuesta decir su nombre.
Edward se sintió contento al ver cómo palidecía el rostro del vizconde.
—No me deja otra elección, Cullen. Acepto su desafío.
—Yo actuaré como tu segundo —se ofreció Emmet.
—Se lo notificaré a Biers —dijo Volturi—. McCarty y él tendrán que disponer hora y lugar.
—No hay necesidad de un encuentro de segundos, Volturi. Yo le diré la hora y el lugar. Hoy a las seis de la tarde bajo el roble que hay junto a la estatua de la ninfa de madera de Sulpicia Park. Puesto que usted pretende ser un buen tirador, dejemos que sea ésa el arma escogida.
Se volvió para marcharse.
—¡Aguarde! Esto es inaceptable. Escoja otro momento.
—Acceda a mis condiciones o anule su enfrentamiento con el joven Forks. Aguardaré mientras usted escribe una nota exculpatoria y me encargaré de entregársela yo mismo.
—¿Y ser el hazmerreír de mis ideas? ¡Nunca en la vida!
—Muy bien. Le veré en el campo del duelo.
—Es un bastardo despiadado Cullen —se enfureció Volturi—. Ella no es digna de esto y usted lo sabe. Esa zorra se ha estado escabullendo desde hace años, desde la muerte de su padre. Yo le ofrecí mi nombre, ¿puede usted decir lo mismo? No tiene derecho a robarme lo que en buena ley me pertenece. Eso no se hace. Confío en que esté preparado para morir.
Edward no dignificó las palabras de Volturi con una respuesta, sino que giró sobre sus talones y se fue de allí con paso airado.
—¡Cullen, espera! —gritó Emmet—. ¡Voy contigo!
Un lacayo abrió la puerta y Edward y su amigo salieron juntos.
—Me atrevería a decir que Volturi está temblando —se rió el conde de McCarty—. Has estado muy brillante, Cullen. ¿Lo matarás?
—Probablemente no —dijo Edward—, aunque debería. Sólo deseo asegurarme de que no está en condiciones de enfrentarse luego con el joven Forks.
—¿Y si es él el afortunado? Volturi es bueno. Podría matarte.
—Es una posibilidad que estoy dispuesto a asumir.
—Te importa ella realmente, ¿verdad?
—Si te refieres a lady Isabella, desde luego que me importa. Le propuse matrimonio, ¿no es así?
—Por tu abuela, o así lo dijiste, pero me pregunto... ¿Qué sucedió realmente entre tú y lady Isabella en La Liebre y el Sabueso?
—Hace mucho tiempo que somos amigos, McCarty. Deberías guardarte de formular preguntas como ésta.
—Discúlpame —dijo Emmet—. Te lo pregunto precisamente porque soy tu amigo. Estás arriesgando tu vida por lady Isabella y su hermano, y eso revela muchísimo acerca de tus sentimientos hacia la dama.
—Olvida mis sentimientos y concéntrate en el duelo. Te recogeré con mi carruaje a las cinco y media.
Edward subió al asiento del conductor y tomó las riendas. No oyó murmurar a Emmet mientras el carruaje rodaba ruidosamente por la calle.
—¡Pobre tonto!


Isabella había seguido a Laurent desde el estudio a la biblioteca donde el hombre le había pedido que se pusiera cómoda mientras le preparaban un refrigerio. Impresionada por la opulencia que la rodeaba, Isabella contemplaba los miles de libros encuadernados en piel que se alineaban en las estanterías. Sabía que el marqués era rico, pero le resultaba difícil imaginar tal abundancia tras vivir los últimos años casi en la pobreza.
Aunque impaciente por el retorno de Edward, Isabella disfrutó examinando los libros y saboreando el refrigerio ligero pero delicioso que Laurent le sirvió. Acababa de sacar Los viajes de Gulliver de la estantería cuando la puerta se abrió y Edward entró en la biblioteca.
—Me alegro de encontrarte con algo que ocupa tu mente —dijo Edward.
El libro cayó de las manos de Isabella.
—¡Has vuelto! ¿Qué ha sucedido? ¿Has logrado anular el duelo de Volturi?
—Lo he hecho, Bella. No tienes que preocuparte de nada.
Isabella sintió que se quitaba un tremendo peso de encima. Estaba tan aliviada que se abalanzó sobre él, que la cogió entre sus brazos y la estrechó. Parecía lo más natural del mundo que ella se pusiera de puntillas y lo besara. Lo que comenzó como simple gratitud, se intensificó y la pasión acabó dominando.
La atracción que había entre ellos se encendió como una llama. Edward tensó los brazos en torno a ella y sintió endurecerse su cuerpo. Isabella sofocó un grito contra la garganta de Edward mientras él cubría sus senos con las manos y sus caderas se balanceaban contra las de ella.
Isabella hizo una advertencia de cordura.
—Edward, no deberíamos...
—Shhh, amor. No nos queda mucho tiempo. Déjame amarte.
Ella apenas registró sus palabras mientras se concentraba en sus manos y en lo que estaba haciendo. Le había desabrochado el vestido y se lo había bajado junto con la camisa, desnudando así sus senos. Con las puntas de los dedos le acariciaba los pezones arriba y abajo, que se erizaban como tensos capullos. Luego, su experta boca cubrió uno de ellos y se lo lamió. El húmedo calor de su boca resultaba insoportablemente erótico y un sonido anhelante surgió de la garganta de ella ante aquel sorprendente placer. Una multitud de sensaciones la abrumó y se arqueó y estrechó contra él, pidiéndole más, con las manos sujetando sus hombros y la cabeza echada hacia atrás.
—¿Debo detenerme, Bella? —murmuró Edward contra su piel húmeda.
Ella deseaba decir que sí, pero la palabra se quebró en su garganta. No podía soportar que Edward se detuviera. Negó con la cabeza en silencio. Con una sonrisa, él la depositó lentamente sobre la gruesa alfombra.
Le quitó los zapatos con una mano mientras con la otra hurgaba bajo sus faldas en busca de las cintas de sus enaguas. Las soltó hábilmente quitándoselas. Cuando ella yacía desnuda, con sólo las medias sostenidas por delicados ligueros, Edward le separó los muslos, se arrodilló entre ellos y contempló la longitud de sus piernas hasta su propio núcleo.
—Eres tan bella... —dijo, con ojos brillantes mientras contemplaba los ensortijados rizos de su entrepierna.
Isabella aspiró asombrada cuando él le tocó la suave piel del estómago y le rozó ligeramente el ombligo con el pulgar. Luego deslizó los dedos hacia abajo y fue separando los pétalos de su sexo, acariciando y estimulando su centro exquisitamente sensible. Deslizó un dedo en su interior, lo introdujo profundamente, lo sacó y luego lo deslizó por su inflado sexo.
Isabella sintió que las piernas le flaqueaban. Edward retiró el dedo y besó el interior de su muslo. Isabella nunca se había sentido tan vulnerable, tan expuesta. No era justo. Se asió a las solapas de él y trató de quitarle la chaqueta por los hombros.
Edward negó con la cabeza.
—Todavía no, Bella. Necesito probarte ahora. El resto puede venir después.
Cuando él posó su boca en aquel lugar que sus dedos mantenían abierto, un gemido implorante escapó de los labios de la joven. Le deseaba desesperadamente, le necesitaba dentro de ella, pero él no parecía inclinado a satisfacerla.
—Paciencia —murmuró él.
Presionó su boca en ella, en el interior de su sexo, hasta que Isabella rogó sentir sus dedos, su lengua, su miembro. Edward prosiguió el delicioso tormento con sus labios y lengua, succionándola y haciéndola emitir unos suaves gemidos. Su respiración se aceleró cuando los dedos de Edward se introdujeron entre sus nalgas, acariciando un lugar escandalosamente inadmisible y sin embargo audazmente excitante. La confusión le dejó la mente en blanco. Trató de protestar, pero se dio cuenta de que su cuerpo cedía sin su consentimiento. Un palpitante placer latía en todo su cuerpo. Isabella vibró una y otra vez, arqueándose contra su amante, mientras su boca y sus manos la elevaban vertiginosamente hacia el clímax.
Cuando la respiración de Isabella se convirtió en un frenético jadeo, Edward se apartó y se desabrochó los pantalones. Flexionó las caderas y penetró dura y profundamente en su interior. Aún absorta en el delicioso período posterior a su placer, Isabella envolvió sus piernas en torno a él y se movió con él al unísono hasta alcanzar un nuevo goce. Oyó la violenta respiración de Edward, sintió sus músculos tensos y su miembro agitándose dentro de ella. Luego, in extremis, él salió y vertió su simiente en la alfombra.
—Aún estás vestido —murmuró Isabella.
—No por mucho tiempo —susurró el marqués roncamente.
Se apoyó en un codo, se quitó la chaqueta y la camisa, que utilizó para limpiar la mancha de la alfombra. Luego se puso en pie y acercó a Isabella hacia él. Al ver que la levantaba en brazos y la llevaba hacia la puerta, ella protestó:
—¡Mis ropas! ¡Estoy desnuda! ¿Qué pensarán tus criados?
—Les pago lo suficiente como para que no piensen.
—Así y todo, no saldré de la habitación si no estoy totalmente vestida.
Su decidido tono convenció a Edward, que la dejó de pie en el suelo y se cruzó de brazos sobre su desnudo pecho.
—Muy bien, pero hazlo de prisa. Se hace tarde y deseo volver a hacerte el amor antes de...
—¿De qué?
La mirada de Edward se apartó de ella. Un escalofrío de aprensión recorrió a Isabella, pero lo desechó.
—Tengo una cita más tarde... a la que no puedo faltar.
La joven se apresuró a vestirse.
—Debo irme a casa. ¿Tú crees que Volturi habrá enviado ya una nota de disculpa para Benjamin?
Al ver que Edward fruncía el ceño, Isabella dijo:
—Eso es lo que va a pasar, ¿no? Una disculpa es el único modo en que Benjamin podrá salvar las apariencias.
—Me he encargado de ello —repuso Edward evasivo—. Volturi no estará en condiciones de enfrentarse en duelo con tu hermano, eso es todo lo que necesitas saber.
Isabella se quedó inmóvil.
—¿Qué has hecho Edward? ¿Cómo has conseguido que Volturi se volviera atrás?
—Eso no importa. Has dicho que confiabas en mí. Déjame a mí los detalles.
El marqués abrió la puerta y la acompañó al vestíbulo. Luego le ofreció el brazo y juntos subieron la escalera de mármol hacia su habitación. Para gran alivio de Isabella, todos los sirvientes se hallaban en otros lugares, salvo Amun, que estaba junto a la entrada principal y que, si los vio, no dio muestras de haberlo hecho.
Pero una vez cerrada la puerta del dormitorio de Edward ya no habría más ojos curiosos. La ropa fue rápidamente desechada, volando aquí y allá. Edward estrechó a Isabella de un modo tan repentino que la dejó sin aire en los pulmones y, al cabo de unos momentos, ella se encontró tendida en un lecho muy grande y cómodo, con cortinajes de terciopelo verde y un cubrecama a juego.
Edward se acostó a su lado, acariciándola expertamente con las manos, y todas las sensaciones que había experimentado en el suelo de la biblioteca comenzaron de nuevo.
—Me gustaría vestirte con sedas y satenes, y adornarte con joyas del color de tus ojos —murmuró él. Su mirada se tornó oscura e intensa—. Sé que he visto unos ojos marrones como los tuyos en algún lugar. Ayúdame a recordarlo, Bella.
Isabella le acarició la mejilla.
—No nos hemos visto antes, te lo aseguro. Muchas mujeres tienen los ojos marrones.
Edward gruñó y cogió la mano llevándola hacia su pene.
—Lo discutiremos más tarde. Tócame, Bella. Tócame donde me duele por ti.
Isabella flexionó los dedos y luego los curvó en torno a su erección. Él estaba duro como mármol y, sin embargo, ardiente al contacto; la punta era suave como terciopelo y coronada por una gota nacarada de humedad. Ella movió la mano experimentalmente y se vio recompensada con un prolongado gemido que parecía surgir de lo más profundo del pecho de Edward.
Asustada, trató de retirar la mano, pero él la detuvo.
—¿Te he hecho daño? —preguntó ella.
—¡Por Dios, no! ¡No pares!
Animada por la respuesta movió la mano arriba y abajo a todo lo largo, sorprendiéndose al ver cómo su miembro parecía crecer dentro de su mano cerrada. Un diablo interno la impulsó a bajar la cabeza y tocar con la punta de la lengua al extremo palpitante. La inesperada intimidad hizo arquearse a Edward violentamente hacia arriba. Luego la asió con brusquedad de la cintura levantándola y colocándola a horcajadas sobre él.
—Cabálgame, Bella.
Guiada por sus manos en sus caderas, Isabella cabalgó sobre él, la carne golpeando contra la carne. Estaba tan excitada que se deshacía. Con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, jadeante y sin aliento, prosiguió implacablemente hasta que un estrépito retumbó en su cabeza y su cuerpo se estremeció. Se corrió con una oleada de placer tan exquisito que creyó que había muerto y subido a los cielos.
—¡Bella, apártate de mí ahora mismo! —rogó Edward—. Voy a... ¡Oh Dios, Dios... demasiado tarde!
Isabella lo asió fuertemente con las piernas negándose a hacerlo. A continuación, recibió el cálido chorro de su simiente en el interior de su vientre, sintió a Edward estremecerse y lo oyó llamarla por su nombre. Ella se acercó aún más a él y escuchó el frenético latido de su corazón.
El hombre maldijo con violencia.
—Esto no tenía que haber ocurrido. Nunca había soltado mi simiente dentro de una mujer. No puedo creer que haya dejado que sucediera. Sabías condenadamente bien que no podía retirarme a tiempo.
—Y yo no podía dejar que lo hicieras. Sé como se quedan embarazadas las mujeres, Edward, pero no creo que por esta sola vez hayamos engendrado un niño. Me consta que no deseas esposa ni hijos y nunca te atraparía de ese modo. No sé qué me ha pasado.
Edward sonrió.
Yo soy lo que te ha pasado. Dos veces.
Isabella se sonrojó.
—Sabes lo que quiero decir. Esto no puede volver a suceder, Edward. Parecemos estallar en llamas siempre que estamos juntos.
—Eso no es malo —dijo él mirando distraídamente el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea.
Isabella advirtió la dirección de su mirada e hizo un movimiento para dejar la cama.
—Tienes una cita a la que debes ir. Tengo que marcharme.
—Descansa un momento mientras hablo con Laurent No hay prisa.
Isabella sofocó un bostezo. Estaba agotada, y unos pocos minutos más no importarían.
—Muy bien, unos minutos, pero no más.
Edward se inclinó y la besó intensamente en los labios antes de abandonar la cama y desaparecer por una puerta que Isabella supuso conduciría a su vestidor. Bostezó de nuevo y se tumbó de cara a la puerta para ver regresar a Edward.


Isabella se despertó con un sobresalto, consternada al descubrir que se había quedado dormida. Miró por la ventana y le sorprendió ver que el sol estaba ya bajo en el horizonte. ¿Por qué no la había despertado Edward? ¿Se habría marchado ya a su cita? Se había mantenido tan reservado sobre ello que se preguntaba si le estaba ocultando algo. Pero aquello era absurdo, se burló. Ella no tenía derecho a entrometerse en sus asuntos.
Se levantó del lecho y descubrió que alguien había dejado un jarro de agua caliente en el lavamanos. Se lavó, se vistió y se preparó para pasar la vergüenza de ser vista saliendo del dormitorio de Edward.
Pero ésa no era su única preocupación. Edward estaba a punto de identificarla como Bells, el salteador de caminos, y ella no podía permitir que eso sucediera. ¿Cuántas veces tendría que despistarlo con negativas? ¿Cuánto tiempo podría mentir sobre sus actividades ilegales? Mientras que su mente le decía que olvidara a Edward, su cuerpo y su corazón deseaban más de él.
No podía ser, y ella lo sabía.
Aspiró profundamente para calmarse, abrió la puerta del dormitorio, salió al vestíbulo y miró en torno. ¿Habían subido un tramo o dos de escalera? ¿Debía girar a la derecha o a la izquierda? Había estado tan absorta con Edward que no se había fijado en la dirección que tomaban. Completamente perdida, se limitó a quedarse inmóvil, aguardando la inspiración para ponerse en camino. Mientras, llegó Laurent.
—Milady, el carruaje de lord Cullen la aguarda. Si está preparada, la acompañaré hasta la puerta.
Isabella pasó por varias tonalidades de sonrojo.
—Gracias. Ya estoy preparada.
Luego, mientras seguía al sirviente por el pasillo, preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace que se marchó lord Cullen?
Se hizo un silencio.
—No estoy muy seguro —murmuró Laurent con una desgana que inquietó a Isabella.
¿Se habría perdido algo?
—¿Ha dejado lord Cullen algún mensaje para mí?
—No, milady.
Isabella no le creyó. El hombre sabía más de lo que le estaba diciendo. ¿Acaso la cita de Edward se relacionaba con Volturi? La intuición le decía que sí.
—Me preocupa Cullen. ¿Cree usted que está bien?
Laurent se volvió bruscamente con expresión recelosa.
—¿Lo sabe usted? Pensaba yo... —Se encogió de hombros—. Bueno, no creí que se lo hubiera dicho. Su señoría debería estar ahora en Sulpicia Park, pero no hay motivo para preocuparse. Es un excelente tirador. Lord Volturi no tiene ninguna posibilidad.
Isabella se puso palidísima.
—¿Van a enfrentarse en duelo?
—¿No lo sabía? ¡Dios mío!, ¿qué he hecho? Su señoría me arrancará la piel por esto.
—Gracias, Laurent —gritó Isabella mientras echaba a correr delante de él.
—¡Aguarde, milady! ¿Qué se propone hacer?
—Voy a Sulpicia Park —gritó, volviendo la cabeza.
—¡No puede ir sola! La acompañaré.
Isabella no se molestó en responder mientras pasaba corriendo ante un sobresaltado Thomas, que abrió la puerta a tiempo para evitar una colisión. Una sensación de alivio la inundó al distinguir el coche de Edward en la esquina. Por lo menos no tendría que perder tiempo buscando un vehículo de alquiler. Isabella no tenía ni idea de lo que iba a hacer cuando llegara a Sulpicia Park, sólo sabía que tenía que estar allí. ¡Condenado fuera Edward por no habérselo dicho! ¿Se proponía matar a Volturi? ¿Así era como se hacía cargo de las cosas?
Laurent la alcanzó, dio instrucciones al conductor y se metió en el carruaje junto a ella.
—A su señoría esto no le va a gustar —advirtió.
—Su señoría no es Dios —replicó Isabella —. Confiaba en que Cullen convenciera a Volturi para que desistiera. En ningún momento quería que solucionara el asunto vertiendo sangre.
—No creo que su señoría se proponga matar a Volturi —aventuró el sirviente.
—¿Y si Volturi tiene suerte y hiere o mata a Cullen?
Laurent soltó un respiro no muy decoroso.
—Eso es sumamente improbable, milady.
—¿No puede correr más este coche?
—Vamos lo más rápido que podemos —repuso el hombre.
Descendieron por Regent Street y giraron a la derecha por Piccadilly. Cuando se aproximaban a Sulpicia Park, la multitud de última hora de la tarde comenzaba a reducirse.
—¿Sabe usted dónde tendrá lugar el duelo? —preguntó Isabella mientras giraban por la puerta del parque.
—Así es, milady —repuso Laurent. Se asomó por la ventanilla y voceó unas órdenes al conductor—. Ya estamos cerca.
—¿Cree que negaremos a tiempo?
—Sinceramente confió en que no, milady —contestó.
La suerte quiso que llegaran al campo de duelo demasiado tarde. Con ayuda de lord McCarty, Edward estaba poniéndose la chaqueta que se había quitado mientras el cirujano y lord Biers asistían al herido Voluri. No había nadie más por allí. Isabella saltó del carruaje antes de que éste se detuviera del todo, llamando a Edward por su nombre, y luego corrió hacia él.
Edward se volvió con evidente conmoción al ver a Isabella allí con Laurent pisándole los talones.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ásperamente—. Te dije que me encargaría de Volturi.
Se volvió hacia su subordinado con el ceño ensombreciendo su frente.
—No debería haberla traído aquí.
El sirviente parecía afligido.
—Discúlpeme, milord.
—No culpes a Laurent —salió Isabella en su defensa—. Le engañé para que me lo contara. Hubiera venido sola si él no hubiera insistido en acompañarme. ¿Matando a Volturi era como te proponías ayudarme? ¿Está malherido? ¿Vivirá?
Edward le dirigió una mirada indescifrable.
—No creí que te preocupara Volturi. No era mi intención matar a ese bastardo. Sólo me proponía herirle para que no pudiera encontrarse mañana con tu hermano. Puedes irte a casa y decirle a ese joven insensato que ha salido con bien del apuro. Y no estarían de más unas «gracias».
Isabella no sabía por qué estaba tan enojada, salvo porque Edward podía haber muerto, y habría sido por culpa de ella.
Una voz procedente de la creciente oscuridad interrumpió sus pensamientos.
—¡Maldito sea, Cullen! Usted y su ramera aún no han oído mi última palabra.

Capítulo 10


Edward abandonó la casa enojado. Él no se había propuesto hacerle el amor a Isabella allí, en su propio hogar, pero debería haber previsto la explosiva pasión que existía entre ellos. Con Isabella nunca tendría bastante.
No se le había ocurrido que ella pudiese rechazar su oferta, pero ahora podría decirle a su abuela que él había cumplido con su deber. Cuanto antes supiera que no habría boda, antes dejaría de darle la lata.
Stefan abrió la puerta tras la llamada de Edward.
—¿Está mi abuela? —le preguntó.
—La encontrará en su sala de estar, milord.
Edward subió la escalera despacio y entró en la sala tras un breve golpecito en la puerta.
—Cullen, ¿tan pronto de vuelta? ¿Cuándo será la boda?
—No habrá boda, abuela. Lady Isabella me ha rechazado.
—¡Qué disparate! Nadie rechaza a un marqués.
—Tú no conoces a Isabella. Es terca e independiente y tiene cierta extravagante idea acerca de casarse por amor.
—Esa chiquilla está perdida. ¿No sabe que tú eres su última esperanza de matrimonio y vida normal?
—Me temo que no, abuela. Me he esforzado todo lo posible por convencerla, pero evidentemente no ha sido bastante. Ahora tengo una cita, de modo que debo irme.
—Su rechazo te complace —observó la abuela—. Realmente no pretenderás quedarte soltero, ¿verdad?
—Sí, es lo que pretendo. —Besó su frágil mejilla—. Adiós, abuela.
—¿Es por causa de Irina? —insistió la mujer.
Edward hizo una pausa.
—Irina no tiene nada que ver con esto, abuela. El matrimonio no es para mí.
—No estés tan seguro, muchacho —murmuró lady Jane mientras él se marchaba—. Te veré casado, y pronto.
Isabella se lavó, se vistió, y estaba en la cocina preparándose una taza de té cuando Charlotte y Jacob regresaron. Después de que Edward se marchase, se sentía incapaz de ordenar sus pensamientos. Una vez más había respondido con desenfrenado abandono. Él la tenía esclavizada, la engatusaba para que cayera en sus brazos con una simple mirada y besándola sin que ella opusiera la menor resistencia. ¡Qué necia había sido! No había futuro para ellos, y cuanto antes se diera cuenta, mejor.
—¿Le has dado una oportunidad a Cullen? —preguntó Charlotte cuando regresó del mercado—. ¿Habéis fijado una fecha?
Isabella no deseaba hablar del marqués, pero sabía que Charlotte no desistiría.
—He rechazado su proposición.
—¡No es posible! ¿Sabes lo que eso significa?
Fingiendo una calma que no sentía, Isabella dijo:
—Sé exactamente lo que significa. Le estoy haciendo un favor a Cullen no casándome con él. No es algo que él desee. Se ha visto obligado a proponérmelo por su abuela, y yo me niego a casarme con un hombre por cualquier razón que no sea el amor. Además, tía, ¿y si después de casarnos Cullen me reconociera como el salteador de caminos que le robó en la carretera? Muy probablemente me denunciaría e intentaría anular el matrimonio, lo que aún sería mayor escándalo que el que ya tenemos.
—¡Oh, querida!, ¿qué vamos a hacer ahora? Yo había confiado en que Cullen fuese la solución a nuestros problemas financieros. El carnicero se ha negado a prolongar nuestro crédito y he vuelto con las manos vacías.
—Todavía tenemos el reloj de papá.
—Eso pertenece a Benjamín. Y, hablando de Benjamín lo echarán de la universidad si no se pagan pronto los honorarios.
Isabella apretó la mandíbula.
—Yo me cuidaré de ello, tía.
Se disculpó y fue en busca de Jacob. Lo encontró en el salón, limpiando el polvo.
—No deberías realizar el trabajo de una doncella —dijo Isabella.
—No me importa, señorita Bella. Cuando se case con el marqués, tendrá más sirvientes de los que podrá manejar. He oído decir que es extraordinariamente rico.
—No me casaré con Cullen —declaró Isabella con un tono de voz que no admitía réplica—. Es hora de que Jake y Bells cabalguen de nuevo. El cielo está hoy cubierto y es muy probable que la luna quede oscurecida por las nubes. Trae los caballos después de oscurecer.
Jacob frunció el cejo.
—A lady Charlotte no le va a gustar esto.
—¿Se te ocurre otro modo de que podamos poner alimento en la mesa? Robar una bolsa aquí y allí aliviará nuestros problemas, y no causará excesivo trastorno a los ricos lores y ladies a los que robemos.
Jacob dejó escapar un profundo suspiro.
—Muy bien, señorita Bella, pero esto no me gusta. Verla a usted herida y sangrando apagó mi entusiasmo por nuestras escapadas nocturnas.
—No volverá a suceder, Jacob, lo prometo.


Edward estaba en el club White's, jugando una partida de cartas, cuando se enteró del atraco a mano armada cometido de nuevo por los salteadores de caminos conocidos como Jake y Bells. Lord Yorkie, un regordete conde famoso por su riqueza y disipación, difundió la noticia de que los malvados fuera de la ley habían detenido su carruaje y le habían robado a él y a su actual amante sus bolsas y joyas.
—Se llevaron todo lo que teníamos de valor —explicó Yorkie —. Y le dieron un susto de muerte a la pobre Sara.
—A mí no me parecieron demasiado peligrosos —replicó Edward—. Esos mismos Jake y Bells detuvieron mi coche hace un tiempo y luego otra vez, cuando volvía con McCarty en el carruaje de éste de una fiesta en el campo. En aquella ocasión disparé y herí a uno de ellos. Por lo que se ve, el disparo no los asustó.
—Lástima que no muriera ese bandido —declaró Yorkie. Luego dirigió a Edward una astuta mirada—. ¿Cómo van las cosas entre usted y lady Isabella?
La suerte quiso que en ese momento lord Biers fuera a reunirse con el grupo.
—¿Han fijado ya una fecha para la boda, Cullen? Realmente deberían ser más cuidadosos en sus citas.
Biers ya no trataba de ocultar sus risas.
—Debería haber visto su rostro cuando Newton, Uley y yo irrumpimos en su nidito de amor.
Edward dirigió a Biers una mirada fría como el hielo.
—Precisamente, Biers, le he estado buscando para que enmendara un error de juicio. Usted está equivocado. No era a lady Isabella a quien vio conmigo en La Liebre y el Sabueso.
El otro debía de estar demasiado ciego para advertir el aviso porque dijo:
—No cometo errores como ése. Desde luego que era lady Isabella Swan a quien vi con usted en La Liebre y el Sabueso, aunque usted no era el hombre con quien yo creí que iba a encontrarla.
—¡Basta! —lo interrumpió Edward—. Si lo prefiere, podemos arreglar este asunto en el campo de duelo. O bien puede usted disculparse por su error.
Biers comprendió de repente que estaba pisando terreno peligroso. Hacía falta ser más valiente de lo que él era para enfrentarse a Cullen en un duelo. Cullen no sólo era un experto tirador con pistola y un superior espadachín, sino que también era muy bueno en las peleas a puñetazos.
—Bien amigo, tal vez me equivoqué.
—Ciertamente lo hizo. A propósito, ¿ha visto últimamente a Volturi? Hay algo que deseo tratar con él.
—Le daré su mensaje en cuanto le vea —repuso Biers.


Una semana después de esa conversación, otro carruaje fue asaltado por Jake y Bells. Edward sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que los ladrones fueran prendidos y ahorcados y, por alguna extraña razón, ese pensamiento le producía una incómoda sensación en la boca del estómago.
Al día siguiente, Edward encontró a Volturi en Brook's. El vizconde montó en arranque cuando Edward se lo llevó a la fuerza a un salon para una conversación privada.
—Lo que planeó para lady Isabella es demasiado bajo incluso para alguien como usted, Palmerson —arremetió Edward.
—Yo no hice nada. Fue usted quien la comprometió —repuso el otro rabioso—, pero no permitiré que se case con ella. Isabella es mía, ¿lo ha oído? Su padre me la cedió antes de morir.
—Si lady Isabella le pertenece, ¿por qué tarda tanto en convertirla en su esposa? —gruñó Edward—. Si ella le perteneciera no tendría necesidad de escenificar una seducción.
—¡Ella no me quiere! —exclamó Volturi con rabia—. ¿Cree que hubiera planeado una seducción si ella hubiera accedido a casarse conmigo?
—No lo sé. Dígamelo usted.
—Es un bastardo, Cullen, un condenado bastardo. No tenía por qué meter las narices donde no le importa. Isabella sería ahora mi esposa si usted no se hubiera entrometido.
—Tiene un extraño modo de demostrar afecto, Volturi —se burló Edward—. ¿Desde cuándo la violación es considerada seducción? La dama no estaba dispuesta.
—La dama no sabe lo que quiere. Necesita un poco de persuasión. Yo simplemente la estaba ayudando a decidirse para que aceptara mi proposición.
Edward inmovilizó a Volturi con una mordaz mirada.
—Explíqueme por qué desea casarse con lady Isabella Swan. Ella no es rica, y me consta que usted tiene los bolsillos vacíos. No puede amarla si estaba dispuesto a destruir su reputación. Sea claro, Volturi, ¿qué desea usted realmente  de Isabella?
—Nada que a usted le importe. Limítese a apartarse de mi camino. —Se tocó la nuca con los dedos e hizo una mueca—. Le debo a usted la hinchazón que me hizo en la cabeza en La Liebre y el Sabueso. Mis amigos dicen que usted se acostó con Isabella. Yo no puedo creer que ella le permitiera poseerla y a mí no.
—Tal vez sus amigos mienten.
—Y tal vez no. Pero no importa —gruñó—. Aún la deseo. Todo el mundo sabe que usted nunca se casaría con Isabella. Quizá ahora ella esté más dispuesta a aceptar mi propuesta y detener así las habladurías.
—Si lo cree así es que no la conoce —murmuró Edward—. Además, si intenta volver a hacerle daño, me veré obligado a tomar represalias.
Volturi entornó los ojos.
—¿Qué interés tiene usted en Isabella?
Edward deseaba saber qué responder a esa pregunta. Lo que él sentía por Isabella era desconcertante, incluso para un hombre con la reputación que él tenia, que normalmente sólo deseaba una cosa de una mujer. Sin embargo, Isabella era distinta a todas las mujeres que había conocido. Vibrante, independiente, obstinada, toda ella interesante en sí misma. Se le podían ocurrir una docena más de adjetivos, pero ninguno le haría justicia. Principalmente la deseaba. Deseaba estar dentro de ella, en torno a ella, debajo de ella, sobre ella, amándola de todos los modos en que un hombre puede amar a una mujer.
—Mi interés, Volturi, no es asunto suyo. Le aconsejo que reflexione larga y profundamente sobre mis palabras. Si le hace daño a Isabella tendrá que responder ante mí.
Edward inclinó la cabeza y se marchó.


Isabella estaba sentada ante la mesa de la cocina, contando el dinero que el comprador de objetos robados le había dado a Jacob por las mercancías que le había llevado, fruto de los dos últimos robos. Charlotte y Jacob estaban sentados con ella, aguardando los resultados.
—Junto con el dinero en efectivo, hay bastante para pagar la universidad de Benjamín y llenar nuestra despensa —dijo Isabella finalmente—. Si somos cuidadosos, nos puede durar algunas semanas.
—Gracias a Dios —repuso Charlotte fervientemente—. Me temo que mi pobre corazón no resistirá mucho más esto. ¿Por qué no podías casarte con Cullen?
—Ya hemos discutido mis razones —repuso Isabella escueta—. Jacob, ¿puedes llevar el dinero de Benjamin a la universidad?
—¿Debo partir inmediatamente señorita Bella?
—No será necesario, Jacob —dijo una voz desde la puerta.
Tres pares de ojos se volvieron hacia quien había hablado. Isabella soltó un grito de alegría y corrió a abrazar a su hermano.
—¡Benjamin! ¿Qué estás haciendo en casa?
El muchacho, alto para sus dieciocho años pero aún con la inmadurez de la juventud en el rostro y el cuerpo, se parecía a Isabella en el color de los cabellos y de los ojos. Y, aunque carecía de su belleza, era un muchacho atractivo que algún día haría palpitar los corazones de las damas. Su único defecto era su vivo temperamento, y el mayor temor de Isabella era que eso le supusiera contratiempos.
El sutil cambio en la expresión de Benjamin advirtió a Isabella que no todo iba bien.
—¿Qué sucede, Benjamin? ¿Qué te ha traído a casa? No te esperábamos.
—Deberías saber la respuesta mejor que yo, Bella—dijo su hermano—. Las murmuraciones llegan incluso a los más remotos rincones de Inglaterra. El rector de la universidad me convocó a su despacho para interrogarme, y yo no tenía la más remota idea de lo que me estaba diciendo. Cuando me mostró la columna de chismes sobre ti y lord Cullen, me quedé horrorizado. Puesto que no creíste oportuno invitarme, he considerado que debía venir a casa para la boda. Es mi derecho como cabeza de familia acompañar a la novia.
—Lo siento, Benjamin. No me pareció lo bastante importante para hacerte venir a casa. Todo ha sido un terrible malentendido. No habrá ninguna boda.
—¿Malentendido? ¿Cómo puede ser eso? ¿Estabas o no en La Liebre y el Sabueso con lord Cullen?
—No sucedió nada. Mañana regresarás a la universidad y esto es todo.
—No haré tal cosa —resopló Benjamin—. No lo haré hasta que llegue al fondo de este asunto. Como hermano tuyo, es mi responsabilidad procurar que cesen las murmuraciones. Tal vez deberías comenzar por contarme exactamente qué sucedió.
—No le des la lata a tu hermana —lo regañó Charlotte—. Ya tiene bastante a lo que enfrentarse.
—Por eso estoy aquí. ¿Inició lord Cullen el escándalo?
—¡Absolutamente no! —afirmó Isabella —. Cullen me rescató de una peligrosa situación que implicaba a lord Volturi.
—¡Lord Volturi! ¡Ese bastardo! Entonces no fue Cullen quien se aprovechó de ti.
—No, querido. Lord Biers y sus amigos fueron quienes iniciaron las habladurías sobre Isabella y Cullen —dijo Charlotte.
—Tía, por favor —la reconvino Isabella.
—Bella, no soy un niño —dijo Benjamin con firmeza—. No regresaré a la universidad hasta que descubra qué está sucediendo. Ya he pasado demasiado tiempo en la inopia. Ni siquiera sé de dónde sacáis el dinero para pagarme mis estudios.
Isabella pensó que en efecto, Benjamin estaba creciendo. Ya no era el niño que confiaba en su hermana para que ésta procurase por él. Era un joven que abordaba la madurez, y dispuesto a extender las alas. Era curioso, irreflexivo y orgulloso. Tenía que devolverlo a la universidad antes de que la metiese en más problemas.
—No puedes descuidar tus estudios, Benjamin. Estás demasiado próximo a concluir tu educación. En cuanto a Volturi, gracias a Cullen, no me causó daño alguno.
—No voy a volver a la universidad hasta que solucione las cosas con Volturi.
—No harás nada de eso —se le enfrentó Isabella —. Déjame manejar a mí las cosas como considero apropiado.
Benjamin apretó los labios y no dijo nada, pero ella pudo advertir por su obstinada expresión que no lo había convencido.
—Le ayudaré a deshacer su equipaje e instalarse, milord —dijo Jacob con gran alivio para Isabella.
—¿Cuándo te has vuelto tan formal? Siempre he sido Bejamin para ti.
—Ahora es usted un hombre. Se merece ser tratado formalmente. Sígame..., su habitación está tal como la dejó.
—¿Tan mal, eh? —bromeó Bejamin—. No debería ir a la universidad mientras mi familia pasa apuros para que yo pueda permitírmelo. —Miró en torno arrugando la nariz disgustado—. ¿Por qué no me dijisteis que las cosas estaban así?
—Nos va perfectamente bien, Bejamin —le aseguró Isabella —. Ve con Jacob, luego charlaremos.
Cuando su hermano hubo salido, Isabella se desplomó en una silla.
—No había contado con que Benjamin viniera a casa. Va a complicarnos las cosas.
—Estoy segura de que podrás tranquilizarlo, querida —la consoló Charlotte—. Ya sabes cuan impetuosos pueden ser los muchachos a esa edad.
—Confío en que tengas razón, tía —dijo Isabella —. Confío en que tengas razón.


Benjamin aguardó aquella noche a que todos estuvieran dormidos antes de ponerse su mejor ropa y salir. Como cabeza de familia, sabía lo que tenía que hacer para defender el honor de su hermana, y no temía actuar de acuerdo con ello. Detuvo un coche de alquiler y le dijo al conductor que lo llevase a Brook's, decidido a enfrentarse al responsable de la situación de Isabella en uno de los clubes para caballeros.
El hombre que Benjamin buscaba no estaba en Brook's, por lo que prosiguió hasta White's. Tampoco se encontraba allí. Benjamin localizó por fin a lord Volturi en Crocker's.
Abordó al vizconde cerca de la mesa de refrigerios y le preguntó:
—¿Me recuerda, lord Volturi?
—No lo creo —repuso éste mirándolo despectivo—. ¿Debería?
—Soy Benjamin Swan, conde de Forks. Sin duda recuerda a mi padre. Y si no estoy equivocado, conoce usted a mi hermana.
—¡Forks! ¡Por Dios cuánto ha crecido!
—Los muchachos suelen hacerlo —repuso Bejamin secamente—. ¿Hay algún lugar aquí donde podamos hablar sin ser interrumpidos?
Volturi entornó los ojos.
—¿De qué se trata, Forks? No tengo tiempo para juegos de chiquillos.
Benjamin se puso rígido.
—No estoy jugando, Volturi. Sé lo que le hizo usted a mi hermana y estoy dispuesto a defender su honor.
Volturi se rió con ganas.
—¿Usted? Usted no tiene experiencia en esta clase de cosas. Además, yo no le hice nada a su hermana. A Cullen  es a quien debería usted desafiar, pero si yo estuviera en su lugar, me lo pensaría dos veces. Es demasiado experto para un muchacho novato como usted.
—Sé la verdad, Volturi.
El tenso enfrentamiento había comenzado a atraer la atención y varios hombres se acercaron disimuladamente para escuchar.
—Vaya con cuidado con lo que dice, Forks —le advirtió Volturi—, si no, puede encontrarse con muchos problemas.
—El nombre de mi hermana ha sido mancillado —prosiguió Benjamin—, y usted, no Cullen, es el culpable. Por consiguiente, debo desafiarle.
—Sin duda bromea.
—No bromeo. La elección de armas le corresponde a usted.
Un rumor excitado se levantó en la sala. Benjamin dedicó poca atención a los espectadores mientras aguardaba a que Volturi aceptase su desafío y designase un arma.
—¿Está seguro de que es eso lo que desea, Forks? No me gusta matar a criaturas, pero si insiste...
—¿Es demasiado cobarde para aceptar mi desafío?
Volturi se rió a carcajadas.
—¿Miedo de usted? En absoluto, querido muchacho. Muy bien, acepto. Pistolas.
Lord Biers se abrió paso entre la multitud para situarse junto a Volturi.
—Actuaré como tu segundo, Volturi.
—¿Tiene usted un segundo, Forks? —preguntó Volturi.
Benjamin miró en torno, no vio a ningún conocido y se encogió de hombros. Siempre podía contar con Jacob, pero deseaba mantener a la familia al margen de aquello.
Entonces, un hombre se adelantó.
—Si no se le puede disuadir de esta locura, seré su segundo. —Le tendió la mano—. Soy Emmet Lutz, conde de  McCarty.
—Gracias, lord McCarty —dijo Benjamin estrechándole la mano.
—Reúnase con mi segundo, McCarty, y fijen hora y lugar —le ordenó Volturi.
—¿Está seguro de que es lo que desea, Forks? —le preguntó Emmet.
—Desde luego —repuso Benjamin.
—Y usted, Volturi, ¿está seguro de que desea enfrentarse a un hombre lo bastante joven como para ser su hijo?
—No soy hijo de Volturi —replicó Benjamin.
—Y yo no disfruto asesinando muchachos —repuso Volturi—. Tal vez el joven cachorro cambie de idea antes del duelo.
—No cambiaré de idea, Volturi —aseguró el muchacho mientras hacía una inclinación de cabeza—. Buenas noches, milord.
Y salió apresuradamente sin darse cuenta de que Emmet le había seguido fuera.
—¿Va usted a pie? —le preguntó Emmet.
—El coche que alquilé se ha ido —repuso Benjamin—. No vivo lejos. Caminaré hasta casa.
—Permítame que le lleve. Mi carruaje está aparcado al final de la calle.
—Muchas gracias.
—¿Puedo hacerle cambiar de idea acerca del duelo? —le preguntó Emmet.
—No. Mi rencor contra Volturi es doble. Insultó a mi hermana e intervino en la muerte de mi padre.
—Es usted hermano de lady Isabella, ¿verdad?
—Sí —admitió Benjamin—. Supongo que habrá oído las murmuraciones sobre mi hermana y Cullen.
—Así es. He leído sobre el asunto en el periódico. ¿No debería desafiar a Cullen?
—Sé la verdad —repuso Benjamin.
—También yo —murmuró Emmet—. ¿Le puedo ofrecer mis pistolas de duelo?
Benjamin asintió.
—No he visto recientemente las pistolas de mi padre, por lo que no estoy seguro de que sigan estando en condiciones.
—Me podré en contacto con usted después de que haya hablado con el segundo de Volturi.
—No venga a casa —le pidió Benjamin—. No deseo que mi familia se preocupe.
—Muy bien. Mañana le enviaré una nota.


Isabella sabía que pasaba algo con Benjamin, pero no acertaba a averiguar de qué se trataba. El muchacho había dormido hasta tarde y luego había merodeado por la casa como un animal enjaulado. Cuando ella le habló de regresar a la universidad, él se negó en redondo. Cuando le sugirió que saliera a tomar un poco el aire, murmuró algo acerca de que aguardaba una nota de un amigo.
Cuando por fin llegó la nota, Benjamin se mostró tan reservado sobre ella que Isabella se preguntó si se trataría de una muchacha. Un joven atractivo como su hermano probablemente tendría a muchas chicas adulándolo.
Cuando le preguntó a Benjamin sobre la nota y el remitente, éste le dijo que no era nada que le concerniera. Isabella se tomó el desaire con calma, pero no pudo dejar de preocuparse por el joven.
Por la tarde, Benajmin salió por fin de casa, y Isabella decidió aprovechar para limpiar su habitación. Estaba haciendo la cama cuando vio un papel arrugado en el suelo y lo recogió. Curiosa, lo alisó y leyó el mensaje. Era de lord McCarty diciéndole a Benjamin que debía encontrarse con lord Volturi a las seis de la mañana del día siguiente en un sector apartado de Sulpicia Park.
Isabella se tambaleó bajo el peso de lo que acababa de saber. ¡Benjamin iba a enfrentarse en duelo con Volturi! ¿Cómo podía haber sucedido eso? ¿Cuándo podía haber sucedido? Benjamin no llevaba en casa ni dos días. Volturi mataría a Benjamin. Tenía que detenerlo, pero ¿cómo?
Rogando encontrar a Volturi en casa, detuvo un carruaje y le dio al conductor la dirección.
—Aguárdeme aquí —le dijo al cochero volviendo la cabeza mientras se apeaba del vehículo y se apresuraba en dirección a la casa.
Cogió el picaporte de latón y llamó a la puerta. Al cabo de unos momentos, apareció el mayordomo del vizconde en la entrada.
—¿En qué puedo servirla, madame?
—¿Está lord Volturi en casa?
—No estoy seguro, madame. Si lo encuentro, ¿quién debo decirle que le visita?
—Por favor, dígale que a lady Isabella le gustaría hablar con él —dijo con su tono más altanero—. Es un asunto de la máxima importancia.
—Pase al salón, milady, y comprobaré si el vizconde está.
Apretando los dientes, Isabella dio unos impacientes golpecitos con el pie mientras el mayordomo iba en busca de Volturi. Sabía que el aristócrata sí estaba, si no, el mayordomo le hubiera dicho inmediatamente que no se encontraba en casa.
—El vizconde la recibirá —dijo el mayordomo desde la puerta—. Sígame, madame.
Isabella fue introducida en el estudio de Volturi rogándole que esperara allí. Tras un breve espacio de tiempo, el vizconde apareció.
— Isabella, usted es la última persona a quien esperaba ver aquí. ¿A qué debo este placer?
—Sabe muy bien por qué estoy aquí —estalló Isabella —. No habrá ningún duelo. ¿Cómo se atreve a desafiar a mi hermano? ¡Sólo tiene dieciocho años!
—Para su información, fue su hermano quien me desafió a mí. Le di todas las oportunidades para que se retractara. Si no deseaba que él me desafiase, debería haberle dicho que fue Cullen quien se acostó con usted en La Liebre y el Sabueso.
—¡Benjamin no se batirá con nadie! Usted escribirá una nota diciéndole que ha cambiado de idea y yo se la entregaré.
Él se echó a reír.
—Usted bromea. ¿Desea que quede como un cobarde?
—No me importa cómo quede usted ante sus amigotes. Sólo me preocupa mi hermano.
—Tal vez, después de todo, pueda complacerla —dijo Volturi con astuta insinuación—. Cásese conmigo y anularé el duelo.
Isabella retrocedió como si hubiera sido golpeada. Tenía que haber algún otro modo de salvar a su impetuoso hermano.
—¿Y si me niego?
—Sabe que soy un experto tirador. Su hermano no tiene ninguna posibilidad. Si le mato, tal vez tenga que salir del país durante un tiempo, pero no será mucho.
—¡Váyase al infierno, Volturi! —escupió Isabella —. Encontraré otro modo de detenerle.
Giró sobre sus talones y se marchó. Una vez hubo subido de nuevo al coche que la aguardaba, estalló en llanto. ¿Qué había hecho? ¿Había convertido su negativa a casarse con Volturi en la sentencia de muerte de su hermano? Tal vez debería regresar y acceder a las condiciones del vizconde.
No, todavía no. Primero tenía que hablar con Benjamin y tratar de disuadirlo de aquella locura.
Su hermano estaba en casa cuando ella regresó, y Isabella lo abordó sin más preámbulos.
—¿Qué has hecho? ¿Estás loco? Me niego a permitir que te batas con Volturi.
Bejamin palideció.
—¿Cómo lo sabes?
—Encontré la nota de lord McCarty. Vas a escribir una disculpa inmediatamente.
—¿Benjamin ha desafiado a Volturi? —preguntó Charlotte desde la puerta—. ¡Oh, querido! ¿Cómo has podido?
—¿Y bien, Benjamin? —dijo Isabella apretando los dientes.
—Lo siento, Bella, no voy a retractarme. Está en juego el honor de nuestra familia.
—Nuestro padre destruyó nuestro honor hace años.
—Entonces me toca a mí restablecerlo. Nada de lo que digas me hará cambiar de idea. No te preocupes, Bella, soy muy bueno disparando y no me propongo morir.
—¡Oh, pero qué insensato! —gritó Isabella prorrumpiendo en llanto—. Volturi se propone matarte. Acabo de hablar con él y es tan obstinado como tú. Se ha negado a echarse atrás.
—¿Has ido a ver a Volturi? ¿Después de todo lo que te hizo?
—No me has dejado otra elección.
Isabella decidió guardarse para sí las condiciones del vizconde para detener el duelo, porque si todo lo demás fallaba, se vería obligada a aceptarlas para salvar la vida de Benjamin.
—Voy arriba, Bella —dijo Bejamin—. Trata de no preocuparte. A diferencia de nuestro padre, voy a batirme en duelo por una buena causa.
—Joven inconsciente —se lamentó Isabella cuando su hermano salió de la habitación—. ¡Oh, tía!, ¿qué puedo hacer? No puedo permitir que Bejamin muera, y sin duda es lo que pasará si se enfrenta a Volturi.
—Sólo puedes hacer una cosa, Bella —le dijo Charlotte en tono práctico.
—¿Qué? Si sabes cómo salvar a Benjamin, dímelo, por favor.
—Cullen. Es el único que puede detener esta farsa. No es momento de ser orgullosa, querida. Si es necesario, suplícale que nos ayude.
Isabella pensó largamente, y luego dio un fuerte abrazo a su tía y se precipitó hacia la calle.

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