Isabella
tardó quince minutos en encontrar un coche, y otros veinte en llegar a la
mansión de Edward. Nunca había estado en su casa, pero sabía que vivía en la
calle más de moda de la ciudad. El conductor parecía saber exactamente dónde
estaba situada, y la condujo rápidamente a Park Phoenix. Isabella bajó del
coche, pasó corriendo junto a las columnas de mármol, subió rápidamente la
escalera y golpeó con fuerza el picaporte de latón.
—¡Por
favor, Señor, que esté en casa! ¡Por favor, Señor, que esté en casa! —repetía
una y otra vez.
Un
lacayo abrió la puerta. Si se quedó sorprendido al encontrar allí a una mujer
de expresión frenética, no dio muestras de ello.
—¿En
qué puedo servirla, madame?
—Lord Cullen... debo verle —balbuceó Isabella —. ¿Está en casa?
—¿Quién
es, Amun? —exclamó Edward desde lo alto de la escalera—. A quienquiera que sea,
dígale que deje una tarjeta. Estoy a punto de salir.
Isabella
casi se desplomó de alivio al oír el sonido de la voz de Edward. Empujó al
sirviente a un lado, corrió hacia el pie de la escalera y dijo:
—Soy Isabella,
milord. Debo hablar con usted. Es de vital importancia.
—¿ Isabella?
Ella
miró con avidez a Edward mientras éste bajaba la escalera. Estaba
impresionante, con un ajustado chaleco negro, camisa de hilo embellecida con blanco
encaje, y tensos calzones color ante que moldeaban sus muslos y pantorrillas.
Lo observó desde los anchos hombros hasta su estrecha cintura y caderas, y
luego recorrió sus firmes piernas hasta las botas impecablemente lustradas.
Estaba tan guapo que Isabella casi olvidó el motivo de su visita.
Edward
pareció sorprendido al verla, lo cual no podía censurársele. Si alguien la
hubiera visto entrar en la casa, las murmuraciones sobre ella y el marqués se
intensificarían. Pero no importaba. Nada importaba más que salvar la vida de su
hermano.
Edward llegó
al vestíbulo y le pasó un brazo por los hombros.
—Estás
temblando, Bella. —Se volvió hacia el lacayo—. Amun, busque a Laurent. Dígale
que sirva té en mi estudio.
Con el
brazo aún en torno a ella la guió por el vestíbulo hacia su estudio, una sala
magnífica decorada en cuero y pesada madera negra, y que se ajustaba
perfectamente a la personalidad de Edward. La llevó hasta una silla y la hizo
sentarse.
—¿Qué
sucede, Bella? ¿Te ha vuelto a molestar Volturi? ¡Por Dios! Voy a arrancarle la
piel si te ha tocado.
—No se
trata de mí sino de Benjamin —consiguió balbucir Isabella.
—¿Bejamin?
¿Tu hermano? ¿No estaba lejos, en la universidad?
—Se
enteró de lo que se dice sobre nosotros y ha venido a casa.
—Confío
en que le tranquilizaras. ¿Es por eso por lo que estás tan afectada? Sabes que
no deberías estar aquí. Si te vieran, los chismosos disfrutarían de lo lindo.
Laurent
apareció con el carrito del té, y Isabella se calló mientras lo servía y luego
se retiraba en silencio. Edward cogió la taza de Isabella, fue con ella a la
alacena y añadió un generoso chorro de brandy.
—Bébelo
—le ordenó—. Pareces necesitarlo.
Isabella
tomó un sorbo, sintió el ardiente líquido deslizarse por su garganta y llenar
su estómago de un agradable calor. Luego tomó otro sorbo y, seguidamente, dejó
la taza y se aclaró la garganta.
—Bien,
veamos —comenzó Edward—. Cuéntame qué es lo que te ha trastornado tanto.
—Benjamin
sabe la verdad sobre Volturi y lo que intentó hacerme, y le ha desafiado en
duelo —soltó de corrido.
—¿Y Volturi ha aceptado?
—preguntó Edward con una nota de incredulidad en la voz.
—El
duelo tendrá lugar mañana al amanecer en un lugar apartado de Hyde Park. Si Volturi
mata a Benjamin, y yo estoy segura de que lo hará, será un asesinato. Mi
hermano sólo tiene dieciocho años y no tiene experiencia con armas de fuego.
Miró
los ojos verdes esmeraldas de Edward implorándole con la mirada.
—No sé
a quién recurrir, milord.
—Me
llamo Edward, Bella. Has recurrido a la persona adecuada. —Se arrodilló a sus
pies—. ¿Confías en mí?
Isabella
asintió.
—Entonces
confía en que ayudaré a tu hermano. ¿Quién es su segundo?
—Lord McCarty.
—¡McCarty!
Por lo menos está en buenas manos. Tu joven hermano está descubriendo, acaso
por vez primera, que vale la pena luchar por el honor. Ahora es el cabeza de
familia y se siente obligado a defender vuestro honor.
Isabella
se puso en pie bruscamente.
—Parece
como si estuvieras de acuerdo con él. He recurrido a ti en busca de ayuda, no
para oírte exponer tus ideas sobre el sentido de responsabilidad de un hombre.
Edward
se levantó y la atrajo suavemente hacia sí.
—Sólo
te estoy explicando las razones de Benjamin, Bella. Sin embargo, es demasiado
joven para enfrentarse en un duelo, y Volturi no debería haber aceptado medirse
con él.
Isabella
contempló al hombre al que había llegado a amar.
—¿Podrás
ayudarnos?
El
calor de su cuerpo la envolvía. Sus labios se cernían sobre los de ella, tan
próximos que podía ver las finas líneas de éstos.
—Siempre
puede hacerse algo.
Su tono
era decidido, su convicción clara. Isabella sintió como si le hubieran quitado
una carga pesada de los hombros.
—Yo ya
he ido a ver a Volturi. Me ha ofrecido un trato que no he aceptado.
Edward
enarcó las cejas sorprendido, para luego bajarlas airado.
—¿Que
has ido a ver a Volturi? ¿Qué te ha hecho? ¿Te ha tocado? ¿Te ha hecho daño?
Isabella
negó con la cabeza.
—No,
nada de eso. Ha dicho que anularía el duelo si accedía a casarme con él.
Isabella
pudo sentir cómo el cuerpo de Edward se ponía tenso.
—¡El
muy bastardo! ¿Cuánto hace que lo has visitado?
—Una,
dos horas... ¿Qué importa eso?
—Deja
que me encargue de esto, Isabella. Aguárdame aquí.
—No,
quiero ir contigo.
— Isabella
—dijo Edward severamente—. Éste es el único modo en que accedo a ayudarte.
Prométeme que te quedarás aquí tranquila hasta que vuelva. No tardaré. Laurent te
facilitará todo cuanto necesites en mi ausencia.
—Milord...
Edward, debe de haber algo que yo pueda hacer.
Él le
cogió la barbilla, le levantó la cara y la besó. Edward sabía maravillosamente,
cálido, húmedo, seductor. Su aroma, su proximidad y sabor, el contacto de su
lengua, la embriagaron mientras él devoraba su boca con un anhelo casi
desesperado. Fue un beso de fiera intensidad, de pura e indómita pasión. Pero
tan repentinamente como había comenzado, el beso concluyó. Edward la apartó de
él, jadeante y con los brazos estirados.
—No
tardaré, Bella.
Entonces
la soltó y se fue. Aturdida, Isabella lo vio partir amándole tanto que le
resultaba doloroso.
Un
propósito inexorable oscurecía los ojos de Edward mientras hablaba con Laurent
al marcharse.
—La
joven dama parece muy turbada, milord —aventuró el sirviente.
—Deseo
que mantenga aquí a lady Isabella hasta que yo regrese —le aleccionó Edward—.
Llévela a la biblioteca y cuide de que esté cómoda. Que el cocinero le prepare
algo de comer. Haga lo que sea preciso para que no se vaya de la casa.
—¿Hay
problemas, milord?
—Todo
lo relacionado con Isabella significa problemas —repuso él—. Ordene que traigan
mi carruaje a la puerta.
Al cabo
de unos minutos, Edward se dirigía a casa de Volturi, en Oxford Street, en el
West End, un respetable vecindario pero algo menos de moda que Mayfair.
Confiaba en encontrar al vizconde en casa, pero estaba dispuesto a buscarlo en
sus clubes si era necesario. Edward detuvo su vehículo en la esquina, ante la
casa de Volturi, y echó el freno, sorprendiéndose al ver el carruaje de McCarty
aparcado cerca.
Saltó
al suelo, fue hacia la entrada principal y llamó con energía. La puerta se
abrió y él se metió dentro.
—Por
favor, informe al vizconde que lord Cullen desea verle —le dijo al lacayo.
—Lord Volturi
tiene una visita, milord. Aguarde aquí, por favor, mientras le informo de su presencia.
Edward
no estaba dispuesto a esperar. Deseaba ver a Volturi y quería verlo ya. Se
adentró más profundamente en el vestíbulo y gritó:
—¡Volturi,
asómese!
Aguardó
un momento y luego repitió su orden, esta vez más alto.
El
vizconde apareció ante una puerta con expresión disgustada.
—¿Me
está buscando, Cullen?
—¡Sí,
maldita sea!
—¡Cullen!
—McCarty apareció tras Volturi—. Me preguntaba qué hacías aquí cuando te he
oído.
—¿Por
qué no me has contado lo que pasaba?
—Iba a
hacerlo si no lograba imbuir cierto sentido común en Volturi y en ese joven
irreflexivo al que Isabella llama hermano.
—¿Has
obtenido algún progreso?
—Por
desgracia, no —repuso McCarty apenado.
—Entonces
ha llegado el momento de que yo entre en escena —declaró Edward.
—¿Puedo
preguntarle cómo se ha enterado del duelo? —inquirió el vizconde.
—No, no
puede —replicó Cullen—. Pero me propongo detenerlo.
Palmerson
se echó a reír.
—¿Y
cómo se propone hacerlo? Si el joven Forks se niega a retractarse, ¿por qué iba
a hacerlo yo?
—Porque
lo digo yo —espetó Edward con un duro gruñido.
—Lo
siento, amigo. Usted no puede hacer nada.
Con
lenta deliberación, Edward se quitó el guante derecho y abofeteó con él la
mejilla de Volturi.
Este
inspiró asustado.
—¿Me
está desafiando? ¿Con qué motivo?
—Por
principios generales. McCarty es mi testigo. Si usted se niega, la noticia
circulará por toda la ciudad en menos tiempo del que cuesta decir su nombre.
Edward
se sintió contento al ver cómo palidecía el rostro del vizconde.
—No me
deja otra elección, Cullen. Acepto su desafío.
—Yo
actuaré como tu segundo —se ofreció Emmet.
—Se lo
notificaré a Biers —dijo Volturi—. McCarty y él tendrán que disponer hora y
lugar.
—No hay
necesidad de un encuentro de segundos, Volturi. Yo le diré la hora y el lugar.
Hoy a las seis de la tarde bajo el roble que hay junto a la estatua de la ninfa
de madera de Sulpicia Park. Puesto que usted pretende ser un buen tirador,
dejemos que sea ésa el arma escogida.
Se
volvió para marcharse.
—¡Aguarde!
Esto es inaceptable. Escoja otro momento.
—Acceda
a mis condiciones o anule su enfrentamiento con el joven Forks. Aguardaré
mientras usted escribe una nota exculpatoria y me encargaré de entregársela yo
mismo.
—¿Y ser
el hazmerreír de mis ideas? ¡Nunca en la vida!
—Muy
bien. Le veré en el campo del duelo.
—Es un
bastardo despiadado Cullen —se enfureció Volturi—. Ella no es digna de esto y
usted lo sabe. Esa zorra se ha estado escabullendo desde hace años, desde la
muerte de su padre. Yo le ofrecí mi nombre, ¿puede usted decir lo mismo? No
tiene derecho a robarme lo que en buena ley me pertenece. Eso no se hace.
Confío en que esté preparado para morir.
Edward
no dignificó las palabras de Volturi con una respuesta, sino que giró sobre sus
talones y se fue de allí con paso airado.
—¡Cullen,
espera! —gritó Emmet—. ¡Voy contigo!
Un
lacayo abrió la puerta y Edward y su amigo salieron juntos.
—Me
atrevería a decir que Volturi está temblando —se rió el conde de McCarty—. Has
estado muy brillante, Cullen. ¿Lo matarás?
—Probablemente
no —dijo Edward—, aunque debería. Sólo deseo asegurarme de que no está en
condiciones de enfrentarse luego con el joven Forks.
—¿Y si
es él el afortunado? Volturi es bueno. Podría matarte.
—Es una
posibilidad que estoy dispuesto a asumir.
—Te
importa ella realmente, ¿verdad?
—Si te
refieres a lady Isabella, desde luego que me importa. Le propuse matrimonio,
¿no es así?
—Por tu
abuela, o así lo dijiste, pero me pregunto... ¿Qué sucedió realmente entre tú y
lady Isabella en La Liebre y el Sabueso?
—Hace
mucho tiempo que somos amigos, McCarty. Deberías guardarte de formular
preguntas como ésta.
—Discúlpame
—dijo Emmet—. Te lo pregunto precisamente porque soy tu amigo. Estás
arriesgando tu vida por lady Isabella y su hermano, y eso revela muchísimo
acerca de tus sentimientos hacia la dama.
—Olvida
mis sentimientos y concéntrate en el duelo. Te recogeré con mi carruaje a las
cinco y media.
Edward
subió al asiento del conductor y tomó las riendas. No oyó murmurar a Emmet
mientras el carruaje rodaba ruidosamente por la calle.
—¡Pobre
tonto!
Isabella
había seguido a Laurent desde el estudio a la biblioteca donde el hombre le
había pedido que se pusiera cómoda mientras le preparaban un refrigerio.
Impresionada por la opulencia que la rodeaba, Isabella contemplaba los miles de
libros encuadernados en piel que se alineaban en las estanterías. Sabía que el
marqués era rico, pero le resultaba difícil imaginar tal abundancia tras vivir
los últimos años casi en la pobreza.
Aunque
impaciente por el retorno de Edward, Isabella disfrutó examinando los libros y
saboreando el refrigerio ligero pero delicioso que Laurent le sirvió. Acababa
de sacar Los viajes de Gulliver de la estantería cuando la puerta se
abrió y Edward entró en la biblioteca.
—Me
alegro de encontrarte con algo que ocupa tu mente —dijo Edward.
El
libro cayó de las manos de Isabella.
—¡Has
vuelto! ¿Qué ha sucedido? ¿Has logrado anular el duelo de Volturi?
—Lo he
hecho, Bella. No tienes que preocuparte de nada.
Isabella
sintió que se quitaba un tremendo peso de encima. Estaba tan aliviada que se
abalanzó sobre él, que la cogió entre sus brazos y la estrechó. Parecía lo más
natural del mundo que ella se pusiera de puntillas y lo besara. Lo que comenzó
como simple gratitud, se intensificó y la pasión acabó dominando.
La
atracción que había entre ellos se encendió como una llama. Edward tensó los
brazos en torno a ella y sintió endurecerse su cuerpo. Isabella sofocó un grito
contra la garganta de Edward mientras él cubría sus senos con las manos y sus
caderas se balanceaban contra las de ella.
Isabella
hizo una advertencia de cordura.
—Edward,
no deberíamos...
—Shhh,
amor. No nos queda mucho tiempo. Déjame amarte.
Ella
apenas registró sus palabras mientras se concentraba en sus manos y en lo que
estaba haciendo. Le había desabrochado el vestido y se lo había bajado junto
con la camisa, desnudando así sus senos. Con las puntas de los dedos le
acariciaba los pezones arriba y abajo, que se erizaban como tensos capullos.
Luego, su experta boca cubrió uno de ellos y se lo lamió. El húmedo calor de su
boca resultaba insoportablemente erótico y un sonido anhelante surgió de la
garganta de ella ante aquel sorprendente placer. Una multitud de sensaciones la
abrumó y se arqueó y estrechó contra él, pidiéndole más, con las manos
sujetando sus hombros y la cabeza echada hacia atrás.
—¿Debo
detenerme, Bella? —murmuró Edward contra su piel húmeda.
Ella
deseaba decir que sí, pero la palabra se quebró en su garganta. No podía
soportar que Edward se detuviera. Negó con la cabeza en silencio. Con una
sonrisa, él la depositó lentamente sobre la gruesa alfombra.
Le
quitó los zapatos con una mano mientras con la otra hurgaba bajo sus faldas en
busca de las cintas de sus enaguas. Las soltó hábilmente quitándoselas. Cuando
ella yacía desnuda, con sólo las medias sostenidas por delicados ligueros, Edward
le separó los muslos, se arrodilló entre ellos y contempló la longitud de sus
piernas hasta su propio núcleo.
—Eres
tan bella... —dijo, con ojos brillantes mientras contemplaba los ensortijados
rizos de su entrepierna.
Isabella
aspiró asombrada cuando él le tocó la suave piel del estómago y le rozó
ligeramente el ombligo con el pulgar. Luego deslizó los dedos hacia abajo y fue
separando los pétalos de su sexo, acariciando y estimulando su centro
exquisitamente sensible. Deslizó un dedo en su interior, lo introdujo
profundamente, lo sacó y luego lo deslizó por su inflado sexo.
Isabella
sintió que las piernas le flaqueaban. Edward retiró el dedo y besó el interior
de su muslo. Isabella nunca se había sentido tan vulnerable, tan expuesta. No
era justo. Se asió a las solapas de él y trató de quitarle la chaqueta por los
hombros.
Edward negó
con la cabeza.
—Todavía
no, Bella. Necesito probarte ahora. El resto puede venir después.
Cuando
él posó su boca en aquel lugar que sus dedos mantenían abierto, un gemido
implorante escapó de los labios de la joven. Le deseaba desesperadamente, le
necesitaba dentro de ella, pero él no parecía inclinado a satisfacerla.
—Paciencia
—murmuró él.
Presionó
su boca en ella, en el interior de su sexo, hasta que Isabella rogó sentir sus
dedos, su lengua, su miembro. Edward prosiguió el delicioso tormento con sus
labios y lengua, succionándola y haciéndola emitir unos suaves gemidos. Su
respiración se aceleró cuando los dedos de Edward se introdujeron entre sus
nalgas, acariciando un lugar escandalosamente inadmisible y sin embargo
audazmente excitante. La confusión le dejó la mente en blanco. Trató de
protestar, pero se dio cuenta de que su cuerpo cedía sin su consentimiento. Un
palpitante placer latía en todo su cuerpo. Isabella vibró una y otra vez,
arqueándose contra su amante, mientras su boca y sus manos la elevaban
vertiginosamente hacia el clímax.
Cuando
la respiración de Isabella se convirtió en un frenético jadeo, Edward se apartó
y se desabrochó los pantalones. Flexionó las caderas y penetró dura y
profundamente en su interior. Aún absorta en el delicioso período posterior a
su placer, Isabella envolvió sus piernas en torno a él y se movió con él al
unísono hasta alcanzar un nuevo goce. Oyó la violenta respiración de Edward,
sintió sus músculos tensos y su miembro agitándose dentro de ella. Luego, in
extremis, él salió y vertió su simiente en la alfombra.
—Aún
estás vestido —murmuró Isabella.
—No por
mucho tiempo —susurró el marqués roncamente.
Se
apoyó en un codo, se quitó la chaqueta y la camisa, que utilizó para limpiar la
mancha de la alfombra. Luego se puso en pie y acercó a Isabella hacia él. Al
ver que la levantaba en brazos y la llevaba hacia la puerta, ella protestó:
—¡Mis
ropas! ¡Estoy desnuda! ¿Qué pensarán tus criados?
—Les
pago lo suficiente como para que no piensen.
—Así y
todo, no saldré de la habitación si no estoy totalmente vestida.
Su
decidido tono convenció a Edward, que la dejó de pie en el suelo y se cruzó de
brazos sobre su desnudo pecho.
—Muy
bien, pero hazlo de prisa. Se hace tarde y deseo volver a hacerte el amor antes
de...
—¿De
qué?
La
mirada de Edward se apartó de ella. Un escalofrío de aprensión recorrió a Isabella,
pero lo desechó.
—Tengo
una cita más tarde... a la que no puedo faltar.
La
joven se apresuró a vestirse.
—Debo
irme a casa. ¿Tú crees que Volturi habrá enviado ya una nota de disculpa para Benjamin?
Al ver
que Edward fruncía el ceño, Isabella dijo:
—Eso es
lo que va a pasar, ¿no? Una disculpa es el único modo en que Benjamin podrá
salvar las apariencias.
—Me he
encargado de ello —repuso Edward evasivo—. Volturi no estará en condiciones de
enfrentarse en duelo con tu hermano, eso es todo lo que necesitas saber.
Isabella
se quedó inmóvil.
—¿Qué
has hecho Edward? ¿Cómo has conseguido que Volturi se volviera atrás?
—Eso no
importa. Has dicho que confiabas en mí. Déjame a mí los detalles.
El
marqués abrió la puerta y la acompañó al vestíbulo. Luego le ofreció el brazo y
juntos subieron la escalera de mármol hacia su habitación. Para gran alivio de Isabella,
todos los sirvientes se hallaban en otros lugares, salvo Amun, que estaba junto
a la entrada principal y que, si los vio, no dio muestras de haberlo hecho.
Pero
una vez cerrada la puerta del dormitorio de Edward ya no habría más ojos
curiosos. La ropa fue rápidamente desechada, volando aquí y allá. Edward
estrechó a Isabella de un modo tan repentino que la dejó sin aire en los
pulmones y, al cabo de unos momentos, ella se encontró tendida en un lecho muy
grande y cómodo, con cortinajes de terciopelo verde y un cubrecama a juego.
Edward
se acostó a su lado, acariciándola expertamente con las manos, y todas las
sensaciones que había experimentado en el suelo de la biblioteca comenzaron de
nuevo.
—Me
gustaría vestirte con sedas y satenes, y adornarte con joyas del color de tus
ojos —murmuró él. Su mirada se tornó oscura e intensa—. Sé que he visto unos
ojos marrones como los tuyos en algún lugar. Ayúdame a recordarlo, Bella.
Isabella
le acarició la mejilla.
—No nos
hemos visto antes, te lo aseguro. Muchas mujeres tienen los ojos marrones.
Edward
gruñó y cogió la mano llevándola hacia su pene.
—Lo
discutiremos más tarde. Tócame, Bella. Tócame donde me duele por ti.
Isabella
flexionó los dedos y luego los curvó en torno a su erección. Él estaba duro
como mármol y, sin embargo, ardiente al contacto; la punta era suave como
terciopelo y coronada por una gota nacarada de humedad. Ella movió la mano
experimentalmente y se vio recompensada con un prolongado gemido que parecía
surgir de lo más profundo del pecho de Edward.
Asustada,
trató de retirar la mano, pero él la detuvo.
—¿Te he
hecho daño? —preguntó ella.
—¡Por
Dios, no! ¡No pares!
Animada
por la respuesta movió la mano arriba y abajo a todo lo largo, sorprendiéndose
al ver cómo su miembro parecía crecer dentro de su mano cerrada. Un diablo
interno la impulsó a bajar la cabeza y tocar con la punta de la lengua al
extremo palpitante. La inesperada intimidad hizo arquearse a Edward
violentamente hacia arriba. Luego la asió con brusquedad de la cintura
levantándola y colocándola a horcajadas sobre él.
—Cabálgame,
Bella.
Guiada
por sus manos en sus caderas, Isabella cabalgó sobre él, la carne golpeando
contra la carne. Estaba tan excitada que se deshacía. Con la cabeza echada
hacia atrás, los ojos cerrados, jadeante y sin aliento, prosiguió
implacablemente hasta que un estrépito retumbó en su cabeza y su cuerpo se
estremeció. Se corrió con una oleada de placer tan exquisito que creyó que
había muerto y subido a los cielos.
—¡Bella,
apártate de mí ahora mismo! —rogó Edward—. Voy a... ¡Oh Dios, Dios... demasiado
tarde!
Isabella
lo asió fuertemente con las piernas negándose a hacerlo. A continuación,
recibió el cálido chorro de su simiente en el interior de su vientre, sintió a Edward
estremecerse y lo oyó llamarla por su nombre. Ella se acercó aún más a él y
escuchó el frenético latido de su corazón.
El
hombre maldijo con violencia.
—Esto
no tenía que haber ocurrido. Nunca había soltado mi simiente dentro de una
mujer. No puedo creer que haya dejado que sucediera. Sabías condenadamente bien
que no podía retirarme a tiempo.
—Y yo
no podía dejar que lo hicieras. Sé como se quedan embarazadas las mujeres, Edward,
pero no creo que por esta sola vez hayamos engendrado un niño. Me consta que no
deseas esposa ni hijos y nunca te atraparía de ese modo. No sé qué me ha
pasado.
Edward
sonrió.
—Yo soy
lo que te ha pasado. Dos veces.
Isabella
se sonrojó.
—Sabes
lo que quiero decir. Esto no puede volver a suceder, Edward. Parecemos estallar
en llamas siempre que estamos juntos.
—Eso no
es malo —dijo él mirando distraídamente el reloj que estaba sobre la repisa de
la chimenea.
Isabella
advirtió la dirección de su mirada e hizo un movimiento para dejar la cama.
—Tienes
una cita a la que debes ir. Tengo que marcharme.
—Descansa
un momento mientras hablo con Laurent No hay prisa.
Isabella
sofocó un bostezo. Estaba agotada, y unos pocos minutos más no importarían.
—Muy
bien, unos minutos, pero no más.
Edward
se inclinó y la besó intensamente en los labios antes de abandonar la cama y
desaparecer por una puerta que Isabella supuso conduciría a su vestidor.
Bostezó de nuevo y se tumbó de cara a la puerta para ver regresar a Edward.
Isabella
se despertó con un sobresalto, consternada al descubrir que se había quedado
dormida. Miró por la ventana y le sorprendió ver que el sol estaba ya bajo en
el horizonte. ¿Por qué no la había despertado Edward? ¿Se habría marchado ya a
su cita? Se había mantenido tan reservado sobre ello que se preguntaba si le
estaba ocultando algo. Pero aquello era absurdo, se burló. Ella no tenía
derecho a entrometerse en sus asuntos.
Se
levantó del lecho y descubrió que alguien había dejado un jarro de agua
caliente en el lavamanos. Se lavó, se vistió y se preparó para pasar la
vergüenza de ser vista saliendo del dormitorio de Edward.
Pero
ésa no era su única preocupación. Edward estaba a punto de identificarla como Bells,
el salteador de caminos, y ella no podía permitir que eso sucediera. ¿Cuántas
veces tendría que despistarlo con negativas? ¿Cuánto tiempo podría mentir sobre
sus actividades ilegales? Mientras que su mente le decía que olvidara a Edward,
su cuerpo y su corazón deseaban más de él.
No
podía ser, y ella lo sabía.
Aspiró
profundamente para calmarse, abrió la puerta del dormitorio, salió al vestíbulo
y miró en torno. ¿Habían subido un tramo o dos de escalera? ¿Debía girar a la
derecha o a la izquierda? Había estado tan absorta con Edward que no se había
fijado en la dirección que tomaban. Completamente perdida, se limitó a quedarse
inmóvil, aguardando la inspiración para ponerse en camino. Mientras, llegó Laurent.
—Milady,
el carruaje de lord Cullen la aguarda. Si está preparada, la acompañaré hasta
la puerta.
Isabella
pasó por varias tonalidades de sonrojo.
—Gracias.
Ya estoy preparada.
Luego,
mientras seguía al sirviente por el pasillo, preguntó:
—¿Cuánto
tiempo hace que se marchó lord Cullen?
Se hizo
un silencio.
—No
estoy muy seguro —murmuró Laurent con una desgana que inquietó a Isabella.
¿Se
habría perdido algo?
—¿Ha
dejado lord Cullen algún mensaje para mí?
—No,
milady.
Isabella
no le creyó. El hombre sabía más de lo que le estaba diciendo. ¿Acaso la cita
de Edward se relacionaba con Volturi? La intuición le decía que sí.
—Me
preocupa Cullen. ¿Cree usted que está bien?
Laurent
se volvió bruscamente con expresión recelosa.
—¿Lo
sabe usted? Pensaba yo... —Se encogió de hombros—. Bueno, no creí que se lo
hubiera dicho. Su señoría debería estar ahora en Sulpicia Park, pero no hay
motivo para preocuparse. Es un excelente tirador. Lord Volturi no tiene ninguna
posibilidad.
Isabella
se puso palidísima.
—¿Van a
enfrentarse en duelo?
—¿No lo
sabía? ¡Dios mío!, ¿qué he hecho? Su señoría me arrancará la piel por esto.
—Gracias,
Laurent —gritó Isabella mientras echaba a correr delante de él.
—¡Aguarde,
milady! ¿Qué se propone hacer?
—Voy a Sulpicia
Park —gritó, volviendo la cabeza.
—¡No
puede ir sola! La acompañaré.
Isabella
no se molestó en responder mientras pasaba corriendo ante un sobresaltado
Thomas, que abrió la puerta a tiempo para evitar una colisión. Una sensación de
alivio la inundó al distinguir el coche de Edward en la esquina. Por lo menos
no tendría que perder tiempo buscando un vehículo de alquiler. Isabella no
tenía ni idea de lo que iba a hacer cuando llegara a Sulpicia Park, sólo sabía
que tenía que estar allí. ¡Condenado fuera Edward por no habérselo dicho! ¿Se
proponía matar a Volturi? ¿Así era como se hacía cargo de las cosas?
Laurent
la alcanzó, dio instrucciones al conductor y se metió en el carruaje junto a
ella.
—A su
señoría esto no le va a gustar —advirtió.
—Su
señoría no es Dios —replicó Isabella —. Confiaba en que Cullen convenciera a Volturi
para que desistiera. En ningún momento quería que solucionara el asunto
vertiendo sangre.
—No
creo que su señoría se proponga matar a Volturi —aventuró el sirviente.
—¿Y si Volturi
tiene suerte y hiere o mata a Cullen?
Laurent
soltó un respiro no muy decoroso.
—Eso es
sumamente improbable, milady.
—¿No
puede correr más este coche?
—Vamos
lo más rápido que podemos —repuso el hombre.
Descendieron
por Regent Street y giraron a la derecha por Piccadilly. Cuando se aproximaban
a Sulpicia Park, la multitud de última hora de la tarde comenzaba a reducirse.
—¿Sabe
usted dónde tendrá lugar el duelo? —preguntó Isabella mientras giraban por la
puerta del parque.
—Así
es, milady —repuso Laurent. Se asomó por la ventanilla y voceó unas órdenes al
conductor—. Ya estamos cerca.
—¿Cree
que negaremos a tiempo?
—Sinceramente
confió en que no, milady —contestó.
La
suerte quiso que llegaran al campo de duelo demasiado tarde. Con ayuda de lord McCarty,
Edward estaba poniéndose la chaqueta que se había quitado mientras el cirujano
y lord Biers asistían al herido Voluri. No había nadie más por allí. Isabella
saltó del carruaje antes de que éste se detuviera del todo, llamando a Edward
por su nombre, y luego corrió hacia él.
Edward
se volvió con evidente conmoción al ver a Isabella allí con Laurent pisándole
los talones.
—¿Qué
estás haciendo aquí? —preguntó ásperamente—. Te dije que me encargaría de Volturi.
Se
volvió hacia su subordinado con el ceño ensombreciendo su frente.
—No
debería haberla traído aquí.
El
sirviente parecía afligido.
—Discúlpeme,
milord.
—No
culpes a Laurent —salió Isabella en su defensa—. Le engañé para que me lo
contara. Hubiera venido sola si él no hubiera insistido en acompañarme.
¿Matando a Volturi era como te proponías ayudarme? ¿Está malherido? ¿Vivirá?
Edward
le dirigió una mirada indescifrable.
—No
creí que te preocupara Volturi. No era mi intención matar a ese bastardo. Sólo
me proponía herirle para que no pudiera encontrarse mañana con tu hermano.
Puedes irte a casa y decirle a ese joven insensato que ha salido con bien del
apuro. Y no estarían de más unas «gracias».
Isabella
no sabía por qué estaba tan enojada, salvo porque Edward podía haber muerto, y
habría sido por culpa de ella.
Una voz
procedente de la creciente oscuridad interrumpió sus pensamientos.
—¡Maldito
sea, Cullen! Usted y su ramera aún no han oído mi última palabra.